La crítica del esteticismo blando del mercado arroja pérdidas en la columna correspondiente a la fruición de la obra de arte. La renuncia de la belleza menoscaba los deleites sensuales de la retina: el júbilo de la sensibilidad. Quizá por eso la dimisión de la bella forma no termina de ocurrir, ni terminan de apagarse los resplandores de la apariencia. La mirada necesita la seducción de un señuelo, según figura de Lacan, para que se produzca el deseo, el oscuro dispositivo que activa la economía del arte.
Resulta, entonces, apresurado afirmar que el arte ha renunciado sin más a la estética. Es cierto que el momento conceptual ha ganado terreno en detrimento de la sensibilidad, y que ya no significa la belleza la cifra de una verdad velada. Pero la estética hoy discutida es la que propone la belleza completa, conciliada: la expuesta en las pantallas y vitrinas de la publicidad y los medios masivos. Es la belleza light de los mercaos globales: la que anula el conflicto entre imagen y cosa. La crítica de este modelo permite reconsiderar otro patrón de belleza, que no riñe con el concepto ni pretende basarse en la pura armonía y la proporción de sus partes; por el contrario, rompe el equilibrio de la forma, la síntesis de los contenidos y sobrepasa la mesura de la apariencia hasta exceder las funciones moderadoras de la belleza tradicional, y convocar la inquietud del otro lado. Mario Perniola reivindica la magnificencia, la fuerza radical de una belleza arriesgada. Una belleza que al romper la unidad, deja residuo y falta.
La pintura de Yuki apuesta a este modo de lo bello: una aparición que amaga el cumplimiento de la forma para apuntar hacia la amenaza ambigua que se cierne sobre lo logrado. Esta muestra puede ser leída como un catálogo de herbolario que, más que clasificar, expone yuyos medicinales (característicos de Paraguay) amarrados con tiras de hojas de coco en pequeños bultos que establecen la dosis adecuada. También puede ser considerada como una taxonomía e plantas espinosas, agresivas. O el diseño, meticulosamente dibujado, de matojos que deben ser clasificados, estudiados en registro botánico; nominados quizá. Estas distintas lecturas complejizan, sin duda, la oferta a la mirada de especies extrañas, hostiles tras su aspecto impecable.
Sin descartar estas aproximaciones, este texto toma como referencia las flores pintadas por Yuki, la confrontación entre la tesura de los lirios representados en su sazón y la decadencia de los ramos secos, la marchitez de los pétalos cansados.
Esta referencia no es casual; Kant emplea el ejemplo de la flor para ilustrar su idea de belleza, que define como finalidad sin fin. La flor es bella cuando sus formas se ajustan a su propia finalidad, su destino. Pero este instante es efímero: el ejemplar comienza a descomponerse apenas alcanza su cumplimiento. Entonces, para conservar la belleza, debe ser congelado el momento puntual de su perfección formal, de la plenitud de su armonía. La forma debe ser paralizada para comparecer ante la mirada, y cortada cuando alcanza el punto más alto de su esplendor. En ese instante ha de ser representa: pletórica, apenas culminada su apariencia y antes del cumplimiento de su fin. Paralizada en el momento de su belleza entera, la flor kantiana no cumple su función orgánica (la reproducción, la muerte); se mantiene perfecta pero inútil, a salvo de los azares de la contingencia pero arrancada de su destino natural. Este es el modelo de belleza conciliada que discute el arte actual.
¿Qué sucede si la flor es también representada luego del corte? Tampoco cumple su función reproductora (sigue estéril, inútil), pero no puede evitar el otro remate de lo orgánico: la descomposición. El término fin significa tanto finalidad como final: se refiere al cumplimiento, pero también a la muerte. ¿Qué sucede con la apariencia de los pétalos mustios? La flor desfalleciente responde a otro paradigma de belleza que no significa ya la coronación de la presencia plena, sino el resplandor de la falta. El arte ha debido aceptar la pérdida de la forma intacta y resignarse a ofrecer a la mirada la restringida belleza de sus propios límites. Lo bello contemporáneo se encuentra amenazado por la zozobra de la falta: de lo que no podrá consumarse sino como desaparición; como ausencia anunciada en la languidez de los colores que se apagan, en el ocaso de la forma exacta. Lo bello contemporáneo se nutre perversamente de esa condena que no termina de ejecutarse. En esa zona de espera (de amenaza, de esperanza) florecen formas contingentes y apremiadas (los guaraníes llaman poty, flor, a la manifestación de la belleza, representada en los manojos de pétalos de plumas que hacen resplandecer sus diademas ceremoniales y que, tantas veces, son desteñidos disecados, por el drama de la diferencia en retirada).